Se cumplen 75 años del bombardeo atómico contra Hiroshima y Nagasaki perpetrado por parte de EEUU. Se trata de los peores ataques nucleares jamás ejecutados en la historia del mundo, y cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días, no sólo a nivel geopolítico, sino además al nivel más palpable y personal de quienes padecieron el flagelo.

Crónica de una barbarie

Hiroshima. 6 de agosto de 2020. 8:15 AM. Suena el tañido de una campana. Es el momento exacto en que se cumplen 75 años de una de las peores catástrofes de la humanidad. La campanada llega tras las ofrendas florales en memoria de la tragedia, a la que siguieron unas palabras del alcalde de Hiroshima, Kazumi Matsui, y de un silencio ensordecedor.

Hiroshima. 6 de agosto de 1945. 8:15 AM. El comandante estadounidense Paul Tibbets al mando del B-29 Enola Gay, al que bautizó así en honor a su madre, lanza la bomba atómica sobre el centro de la ciudad. Apodada ‘Little Boy’ esta bomba atómica dejó la ciudad devastada, un páramo de muerte que cegó la vida 140.000 personas. La espeluznante cifra trepó más tarde por las heridas o la radiación que sentenciaron las vidas de otros miles habitantes de la zona.

Entonces, surge la interrogante. ¿Cuál es el legado, a todo nivel, que ha dejado 75 años después esta acción de EEUU?

«Es un legado triste», responde escueto y contundente ante este cuestionamiento el presidente del Observatorio Hispano Ruso de Eurasia, Fernando Moragón.

El experto lo fundamenta. «Primero, por cuestiones históricas. Lo que nos ha vendido la historiografía y los medios de comunicación norteamericanos, y que ya está absolutamente refutado, es que tuvieron que tirar la bomba atómica porque si no tendrían que haber invadido Japón y eso hubiera costado la vida de millones de norteamericanos. Mentira. Absolutamente mentira».

En opinión de Moragón, estos ataques nucleares contra Japón constituyeron el inicio de la Guerra Fría, «en la que EEUU prefiere hacer una carnicería antes que los soviéticos invadieran Japón».

Fake news de EEUU ya en 1945

El 13 de septiembre de 1945 y bajo el título «No hay radiactividad en las ruinas de Hiroshima», The New York Times publicaba en portada un artículo firmado por el periodista William L. Lawrence, quien por artículos como ese fue galardonado al año siguiente con un premio Pulitzer.

Citó al general de EEUU Thomas Farrell quien «negaba de manera categórica» que las bombas nucleares lanzadas contra las ciudades japonesas produjeran «una radiactividad prolongada y peligrosa», cuando en realidad se constataba que sí, que había radiactividad y que la gente moría a causa de eso.

Esa clase de desinformación propagandística de parte de EEUU, que también se hace a través de Hollywood y que llega hasta nuestros días, ha servido al país norteamericano en los últimos tiempos para romper tratados armamentísticos, como el INF, sin mencionar la cantidad de actividades que ejecuta contra ciertos países y que violan el derecho internacional. Salvando las distancias, aquel premio Pulitzer podría rememorar al Premio Nobel de la Paz recibido por Obama en su momento.

Moragón explica que hay antecedentes de desinformación anteriores al de Lawrence, «pero sí, puede ser un punto de inflexión de propaganda, de empezar las mentiras y de empezar a reescribir la historia. […] Ahora se inventan cosas cada vez con más descaro. Para resumir: estamos en un mundo peligrosísimo, el más peligroso de la historia seguramente desde que se inventaron las armas nucleares», sentencia Fernando Moragón.

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